jueves, septiembre 27, 2007

004. LA FILOSOFIA COMO EXPERIENCIA Y CONSTRUCCIÓN.

La única forma de entender la filosofia es encontrarse con ella en temas que nos involucren. Ningún saber es tal si definitivamente no se convierte en parte de nuestras vidas. La filosofia es un conjunto de saberes atesorados y puesto a disposición de quienes acuden a él. Pero como todo tesoro, hay dos formas de acceder al mismo: para admirarlo, cuidarlo, ordenarlo, pulirlo, exhibirlo… o para usarlo, invertirlo, gastarlo, disfrutarlo, dilapidarlo. La filosofia es un tesoro generoso que no disminuye porque sean muchos los que accedan a él. El problema es que la filosofia es un tesoro que no entrega una receta para su utilización. Cada uno decide qué hacer. Puede suceder que el tesoro esté allí a la espera de su usufructo y que muchos padezcan miseria o se mueran de hambre sin saber que lo tienen a la mano. Pero puede suceder que el tesoro despierte el entusiasmo de los usuarios y que se lancen a usarlo, a aplicarlo, a recrearlo y descubran el milagro: la filosofía es un tesoro que, cuando más se lo usa, más riqueza se obtiene, mas tesoro se vuelve. No sólo no se agota, sino que se multiplica.

Hay que desconfiar de los administradores del tesoro (por ejemplo, los docentes, los profesores) porque frecuentemente suelen aplicar con nosotros sus propias costumbres. Si son celosos y aburridos custodios del tesoro que no se atreven a abrirlo y que gozan observando el cofre, el brillo, las vitrinas, querrán que nosotros seamos iguales a ellos, que reproduzcamos sus hábitos, advirtiéndonos que el tesoro es demasiado importante como para andar por allí, por calles peligrosas y en horarios inconvenientes poniéndolo en riesgo. Tal vez nos convenga poner el oído a otro tipo de guardianes: a los que en lugar de frenarnos nos entusiasman, en lugar de reglamentarlo todo proponen una experiencia y desafían nuestro atrevimiento. Porque la experiencia de la filosofia es contagiosa y cuando nos enloquecemos con el pensamiento, no nos desprendemos más de él. La mejor manera de acceder a la filosofía es transformarla en parte de nuestra vida, en ingrediente de nuestras tareas, en condimento imprescindible de nuestras decisiones. No se puede aprender filosofía si no se la experimenta: nadie sabe lo que es la riqueza si no se da el gusto de vivir como un rico, a quien los recursos no le pesan, porque tiene demasiado.

En la filosofia, interesan las respuestas porque frecuentemente acudimos a ella para buscarlas, pero son mucho más valiosos los interrogantes. La experiencia de la filosofia, por tanto, se transforma en un juego dialéctico de preguntas, respuestas, nuevas preguntas y nuevas respuestas. Debemos entrar y salir de la filosofia con muchas más preguntas que respuestas. Y las respuestas que tengamos son respuestas que salen a buscar nuevas preguntas. La actitud permanente es la de quien se vive preguntando, vive discutiendo lo que es. No se trata de preguntarle y discutirle a los demás porque nos convertiríamos en individuos insoportables (y como Sócrates, nos exponemos a que nos persigan, nos juzguen, nos condenen y nos ejecuten), sino que preguntas que moran en nuestro interior y que tratamos de procesar.

Las preguntas de la filosofia no admiten cualquier respuesta. A veces, no admiten ninguna respuesta, sino nuevas maneras de preguntar. De hecho en toda su historia, la filosofía se ha formulado una y otra vez las mismas preguntas y ha generado innumerables respuestas que sin embargo no nos conforman del todo, porque seguimos buscando. La búsqueda revestida de interrogantes es una caracterización perfecta del filosofar: porque en realidad la vida, la realidad, el ser, el conocer, la verdad, la muerte, el bien, el mal, el universo, las relaciones humanas, nosotros mismos, la sociedad constituyen los temas y problemas de la filosofía que recorren especialmente la historia del pensamiento occidental.

La filosofia es algo dado. Encontramos nombres, textos, autores, problemas, sistemas, escuelas, métodos, demostraciones, argumentaciones, alegatos. Pero es sobre todo algo que se construye a partir de lo que encontramos. El patrimonio, la riqueza, el tesoro de la filosofia dialoga con nuestra realidad, con nuestra vida, con nuestro pensamiento. La filosofía dada llega a nuestras manos como un material que requiere nuestra elaboración. Tal vez no seamos filósofos ni autores destacados, sino simples usuarios del filosofar que alimentamos nuestro pensamiento con el pensamiento de otros, pero con la íntima convicción de que lo que interesa es nuestro propio pensamiento, ya que nadie puede pensar por nosotros.
NORO JORGE EDUARDO
norojorge@gmail.com

003. LAS DOS CARAS DE UNA MISMA MONEDA

El pueblo estaba recostado contra la montaña y rodeado por un río torrentoso y cristalino que le iba dando la forma definitiva al valle. Lejos de los centros urbanos. Lejos de todo. Sólo un camino zigzagueante y peligroso y de mano única conducía hacia el pueblo, lo atravesaba cortándolo simétricamente y se perdía rumbo a la cordillera. Todos sabían que para emprender el camino de regreso había que rodear las montañas o atravesar el río y tomar otra carretera.

En este pueblo, desde hacía mucho tiempo, vivían dos personajes ilustres, dos sabios, dos amantes del saber, dos filósofos. El azar o la geografía los habían distribuido en dos puntos antagónicos, aunque en cabañas de estructuras similares. Uno vivía en el Norte y a la entrada del pueblo; el otro, en el Sur, a la salida, cuando el camino se perdía en el paisaje.

Nadie, ni siquiera los habitantes más viejos e informados, sabían precisar desde cuándo estaban allí y por qué habían elegido vivir en un lugar tan alejado de todo. Pero nadie ignoraba su presencia. Los dos sabios vivían prácticamente sumergidos en sus propias actividades, sin mayor contacto con la comunidad. No se comunicaban entre si. Es obvio que cada uno sabía de la presencia del otro, pero por razones o circunstancias desconocidas no habían establecido nunca un diálogo. Algunos memoriosos recordaban un par de encuentros casuales, fugaces, ínfimos... y nada más.

Los vecinos del lugar conocían perfectamente la ubicación de uno y de otro. Lo sabían y lo tomaban como referencia para ubicar, a su vez, algunos lugares del pueblo. Pero sobre todo, lo demostraban con orgullo cuando numerosos visitantes venían a buscarlos, a conocerlos, a hablar con ellos. Entonces, solían repetir: “¿A cuál de ellos busca?”. Cuando el visitante los miraba sorprendido, los vecinos solían marcar los dos rumbos (Norte y Sur, Entrada y Salida)... para luego entrar a detallar los caracteres de cada uno de ellos.

Los sabios no tenían nombres conocidos. La geografía había sustituido su identidad, y sus caracteres habían permitido diferenciarlos claramente. Ambos practicaban la filosofía, pero eran completamente distintos. El sabio del Norte -- el de la Entrada del pueblo, con su cabaña totalmente de madera y los añosos árboles cobijando el acceso -- era seguro, firme, convincente; su voz clara, pausada y sonora acompañaba la perfección de sus enunciados y de sus respuestas. No admitía dudas, no asomaba ninguna conjetura, solo expresaba la verdad y lo hacía con la certeza que provenía del conocimiento trabajosamente adquirido, archivado, retrabajado y sistematizado. La multitud de libros y de papeles que rodeaban cada una de las habitaciones de su cabaña eran la prueba de todo este esfuerzo. Cuando alguien lo interrogaba, él escuchaba atentamente la inquietud, se tomaba el tiempo para volver a formular la pregunta (certificando si la había entendido correctamente) y luego daba a conocer la respuesta necesaria y precisa. Los interlocutores enmudecían, tomaban nota, lo reverenciaban. Cada palabra era una producción de valor trascendental e histórico. En cada encuentro se estaba produciendo una revelación.

El Sabio del Sur -- el de la Salida, con su cabaña blanca y matizada de una vegetación de variados colores -- tenía otras características. También en sus habitaciones abundaban – desordenados - los libros y los papeles. Lo curioso es que muchos de ellos estaban abiertos, con referencias, marcas, señaladores, escritos. Al ingresar a la vivienda un tenía la sensación de encontrarse con un laboratorio de trabajo, sorpendiendo al filósofo en plena tarea. Se mostraba con una admirable sencillez asociada a una contextura física más frágil. El tono de su voz era sereno pero por momento titubeante, incierta. Combinaba sus palabras con largos silencios y profundas miradas. No le temía a las dudas sino que muchas veces se sumaba a ellas. Era común que respondiera a una pregunta con otra pregunta o a una de sus respuestas con varias conjeturas que la invalidaban o la relativizaban. Cuando venían a visitarlo, él los recibía con entusiasmo y gozaban escuchando a los recién llegados; formulaba observaciones, los interrogaban, les pedía que dijeran lo que ellos mismos pensaban... y al final, cuando el sol comenzaba a desarmarse entre los huecos de la montaña, expresaba algunas opiniones recordándoles que no las tomaran como definitiva, que debían seguir discutiéndolas en el camino de regreso.

“¿A cuál de los dos buscan? “, era la pregunta natural de los vecinos del pueblo a los visitantes. Pero ellos no recomendaban, sino que simplemente indicaban. Los visitantes -- misteriosamente -- venían sabiendo qué tipo de sabio querían encontrar. Al sabio del Sur le causaba placer recibir grupos reducidos, informales. No distinguía en ellos niveles, antecedentes, estudios o lecturas. Estaba convencido de que la verdad -- como búsqueda permanente -- moraba en todo ser humano pero que debía despertarla y que a él le correspondía la tarea de resucitarla. No era raro que después de horas de diálogos animados, en un juego interminable de preguntas y respuestas, la conclusión emergiera de la boca de un hombre simple o de un joven inexperto. Casi siempre -- cuando esto se producía -- el Filósofo de la Salida sonreía satisfecho y ya no hablaba más. Todos interpretaban el silencio como despedida y se retiraban más ricos interiormente aunque no llevaran consigo ningún documento, ninguna respuesta.

Al sabio del Norte le agradaban las entrevistas personales o los grandes grupos. En la primeras parecía encontrar en el interlocutor (generalmente, grabador en mano) el registro histórico de sus verdades y lo comprobaba por el interés que despertaba con sus monólogos y por el brillo de sus ojos al descubrir en sus palabras los reflejos de la verdad. Con los grupos gozaba porque sabía que podía llegar a más gente y que -- a través de ellos -- la verdad se podían volver expansiva, casi universal. Ellos también sabían por el tono de la voz cuando el encuentro finalizaba y partían orgulloso por el caudal de anotaciones, conocimientos, mensajes y verdades (casi sagradas) que habían atesorado.

Curiosamente, ni los vecinos del pueblo ni los visitantes solían recurrir a los dos filósofos a la vez. Partidarios ocasionales o deliberados de uno o de otro, preferían mantenerse fieles a su estilo. No generaban bandos o antipatías sino tolerancia y respeto.

El paso del tiempo, con implacable persistencia, fue diluyendo las noches y los días. En un breve período murieron los dos sabios. El filósofo del Norte murió en un tibio amanecer de octubre, rodeado por sus seguidores más consecuentes. El sabio del Sur murió en una plácida tarde estival, cuando un grupo de visitantes abandonaba la casa. A partir de entonces el pueblo, el río, la montaña, el camino se quedaron un poco huérfanos, añorando tiempos pasados. Uno y otro, prolongando una mágica simetría fueron sepultados en sendos valles: cada uno en la suave ladera de las montañas, las mismas que servían de marco a cada una de las viviendas.

La casa del Filósofo de la Entrada (Norte) se convirtió rápidamente en un Centro Cultural y académicos de prestigio, al que acudían desde remotos lugares para estudiar los libros del sabios, hacer las interpretaciones, ordenar sus escritos, publicar sus obras, divulgar sus ideas, repetir sus enseñanzas.

La sencilla casa del Sabio de la salida (Sur) se convirtió en una escuela. Sus libros, sus escritos y sus pertenencias fueron utilizados para continuar con el espíritu de búsqueda de su antiguo morador. Entre aquellas sabias paredes se respiraba la necesidad de no detenerse en ningún conocimiento definitivo, en multiplicar las preguntas, en relativizar el valor de las respuestas.

Junto a la tumba del Sabio del Norte nació un árbol sólido y frondoso: se convirtió en un lugar de referencia para tantos visitantes que acudían a recordarlo y venerarlo; encontraban bajos sus ramas sombra, seguridad y protección. En el otro extremo, en el valle del Sur, junto a la tumba nació un árbol cargado de frutas que, sin reparar en las estaciones, se prodigaban en alimento para los visitantes.

A veces, en ciertas noches de verano y en algunas frías mañanas de otoño, sobrevuela de un extremo a otro del pueblo, un espíritu inquieto preguntando y preguntando. “¿Cuál de los dos era realmente sabio? ¿Quién era realmente el filósofo y tenía la habilidad para proponer el ingreso en el terreno del pensamiento? ¿En cuál de ellos moraba el tesoro de la verdad?
NORO JORGE EDUARDO

martes, septiembre 25, 2007

002. REALIDAD Y CONSTRUCCION HUMANA

Desde cierta perspectiva, toda realidad, en su sentido más directo, es una realidad inventada. Apenas una construcción de quienes creen que descubren e investigan su realidad. Desde ciertas perspectivas constructivistas, las cosas tienen la propiedad y la estructura que le otorga quien las observa en función de que le sirvan o no a su fin elegido. Las vivencias están dominadas por su significación emotiva del tiempo. Y la experiencia no es su consciencia de lo que se vivió sino sólo de aquello que le es útil a su propósito. De esta manera debemos concluir que no existiría realidad exterior pura y objetivable, sino otra interior y subjetiva en la cual todas las percepciones humanas, el infierno, el cielo y el mundo en su conjunto, están sólo en nuestra cabeza. Nos gustaría vivir como algo exterior aquello que – finalmente - nosotros somos arquitectos. Según Epicteto “no nos hacemos problemas de las cosas sino por la opinión que tenemos de las cosas”.
A pesar de todo, el ser humano no podría vivir razonablemente sin apoyarse en ciertas regularidades que organizan la causalidad y la finalidad de las cosas.. Es decir que al mismo tiempo que se afirma la “construcción de todo lo real” se requiere una “objetiva regularidad que nos haga coincidir a todo en la manera de ver
y ordenar el mundo en que vivimos”. Mientras la primera afirmación menciona lo comprobable, la segunda se convierte en un postulado, en un desideratum que no se puede obviar porque nos expondríamos a una caótica construcción de realidad que no podrían articularse entre sí. En este sentido, el revolucionario planteo gnoseológico de Kant apunta a rescatar ambos aspectos: a la marcar las condiciones de constitución de lo real… y una apercepción trascendental que nos haga coincidir mínimamente en la construcción de lo real.
Una llave no funciona porque abre una puerta o cuando encuentra una cerradura en la que encaje. Funciona solo y únicamente si abre la puerta que nos comunica con el camino que deseamos seguir.
La construcción de una realidad (especialmente la social) requiere tres elementos: (1) el poder de quien crea la realidad para imponerla; (2) su capacidad para detectar una promesa que le sea funcional a la población para autojustificar sus frustraciones y sus deseos; (3) descrédito y pasividad de quienes piensan distinto.
De esta manera, una vez que se consolida una premisa falsa se puede derivar en un delirio autosostenido de conclusiones totalmente lógicas (pero igualmente falsas), prolijamente articuladas entre sí, pero extraídas de aquella única premisa errónea. Los investigadores que
se guían por suposiciones y construcciones, no observan a la realidad, ni contrastran sus afirmaciones con ella, sino que le imponen a la naturaleza de las cosas una manera de plantear las preguntas que es un modo de obtener las respuestas. En palabras Hegel: “si los hecho no coinciden con las ideas, tanto peor para los hechos”.
EL lenguaje es el primer gran constructor de la realidad (y es obligada la referencia a las ídolas de Bacon): no la refleja sino que la crea. La importancia primordial de la palabra en la construcción de la realidad. Algunas palabras y ciertas construcciones discursivas exhiben mayor poder que otras para reflejar la realidad o para convencernos de que las afirmaciones con verdaderas. Schopenhauer sostenía que la seducción de la rima de una poesía o de una cación, la belleza en la construcción del discurso nos hace convencer de enunciados quye en el lenguaje cotidiano discutiríamos o rechazaríamos. Algo similar sucede con las frases con dos ideas opuestas o invertidas: “El fin justifica los medios pero los medios justifican también los fines”
Una vez que se ha construido una realidad, poniendo en marcha una maquinaria discursiva y una estructura lógica que exhiba una absoluta coherencia y redundancia, los participantes del mismo núcleo de comprensión se manejarán con absoluto convencimiento y sumisión, suponiendo que se mueven en el campo de una verdad indiscutible. Una estado así de construcción y control (a priori de la realidad) es observable en el ámbito de las ciencias, pero también en el campo de la política y de los gobiernos, y de la organización de las sociedades.
Resulta muy difícil sustraerse a la influencia impuesta… y oponerse implica salirse de ese modelo de organización de lo real para proponer alternativas que intenten recuperar – por otras vías – una mejor relación entre discurso – pensamiento – realidad.
El sueño de organizar la realidad desde el sujeto y de implantar un apriorismo que permitiera si no construir, por lo menos otorgarle un orden desde el sujeto a todo lo real ha sido una de las aspiraciones de la filosofía y de la epistemología. Desde los dos mundos platónicos hasta el racionalismo cartesiano, la idea de que el mundo y la realidad debía ser una proyección del orden del sujeto fue ganando terreno en el pensamiento. Tal vez lo aportes mas significativos hayan sido los de Berkeley y de Kant. El filósofo inglés afirmaba que era la percepción del sujeto la responsable de la construcción el objeto, de tal manera que el ser y la realidad dependían del sujeto y su conocimiento. Kant – que representa una verdadera revolución copernicana en el campo del conocimiento, al privilegiar la función de las estructuras del sujeto – afirma que la realidad se nos presenta como un conjunto de fenómenos en estado de desorden y de caos… y que se necesita un sujeto ordenador que – a través de los órganos del conocimiento: los sentidos, el entendimiento, la razón – convierte a ese caos en cosmos, a ese desorden fenoménico en un objeto ordenado. De esta manera la realidad no es una creación del sujeto o de la razón (como afirmará el idealismo posterior) pero depende de una construcción común de la que participan los sujetos cognoscentes.
Pero la filosofía no cae en un delirio enfermizo, ya que el apriorismo goza de buena salud: las ciencias funcionan – en cierto sentido – como constructoras y configuradotas de la realidad. Nos dicen cómo es la realidad, qué es lo real (más allá de lo que podemos percibir)… y – en el plano social – diversos discursos, armados de poder, recorridos por ideologías o simplemente a caballo de algunas formulaciones teóricas, se encargan de “armarnos realidades” tratando de imponer determinadas visiones de lo real. La guerra, la paz, el bienestar de un país, sus problemas, la vida que tenemos, el presente y el futuro pueden convertirse en construcciones que alguien fabrica para vender y que muchos consumidores puntualmente compran en numerosas bocas de expendio.
La puntada final ha estado en manos de la tecnología. Ella fue la que creó la realidad virtual y convirtió las señales digitalizadas y las imágenes en proyecciones de lo real. En los teléfonos, en las computadoras personales, en los monitores, en las pantallas, brilla un mundo que ya no sabemos si existe en realidad o ha sido creado para nuestro propio consumo. Y el problema es que ya no nos hacemos problemas y hasta podemos sentirnos felices en este nuevo paraíso terrenal.
JORGE EDUARDO NORO

001. PENSAR PARA CONSTRUIR JUNTOS


(01) Cuando Kant pronuncia la frase: ¡Atrévete a pensar! para definir a la Ilustración del siglo XVIII, instala un mandato, que es un imperativo categórico y no hipotético, establece como tarea moral (y también gnoseológica) del hombre el pensar, pensar-se. Si es un mandato, ello significa que de hecho no todo el mundo piensa, es decir, que el hombre puede (pero no debe) vivir sin pensar y también puede - pero no debe – permitir que otros piensen por él. Estas dos formas de vida - la que desiste de todo pensamiento y la que acepta el tutelaje - son formas de vida incompletas y reprobables éticamente, gnoseológicamente, políticamente. De modo que habría tres clases de hombres (pero también de sistemas, instituciones o sociedades): (1) aquellos que renuncian a pensar, (2) aquellos que sólo piensan por otros (los adiestrados, los sumisos, los temerosos) y (3) aquellos que intentan pensar por sí mismos, esto es, aquellos que comprenden que todos los seres humanos poseen por igual dicha capacidad y que el objeto de la misma, la verdad, no es propiedad de nadie en particular. Verdadero hombre será aquel que libremente decide hacerse cargo de su ser. El pensar por sí mismo no está dado de antemano, es una posibilidad que el hombre debe elegir. Y en eso consiste la verdadera educación. Al ser un imperativo moral y gnoseológico está claro que no es fácil su realización, o dicho de otro modo, es un ideal al que hay que tender para hacerlo posible en dos aspectos: (1) en cuanto a la capacidad intelectual, rescatando el valor de querer pensar por uno mismo y (2) en cuando a la voluntad, la determinación de ser libres. El largo esfuerzo por alcanzar con inteligencia y voluntad ese ideal se llama educación.

(02) Los equipos humanos, los equipos de gestión, los miembros de una institución son actores caracterizado por una irrenunciable capacidad de pensar. Los que piensan siempre buscan razones, y dan razones de lo que son, de sus ideas, de lo que hacen. Son críticos pero saben sumar a sus denuncias sus propuestas, y suman su responsabilidad y su trabajo para cambiar lo dado. Pensamiento que se pregunta el por qué de las cosas, de las indicaciones, de las costumbres, por qué son como son y por qué no pueden ser de otra manera. Sobre todo es un pensamiento atrevido, contagioso y compartido, y cuando son muchos los que piensan – en serio – no hace falta que alguien piense por todos… y hay menos riesgo de equivocarse. Sin embargo no creemos en la expresión de meras palabras, protestas o quejas, porque un pensamiento que no se sume a la acción es un juego de palabras, un discurso vacío. Desde el pensamiento los que piensan movilizan la realidad porque se asumen como responsable de ella.

(03) No hay que tenerle miedo al pensamiento y menos al pensamiento crítico. Para tener un pensamiento crítico hay que pensar, hay que armar de pensamiento a los usuarios, a los agentes, a los funcionarios, a las instituciones y al sistema, despertar y alimentar la capacidad de pensar porque eso aseguraría respuestas creativas, críticas y racionales a las situaciones que se presentan; y en esta dirección es bueno recordar que los que están al frente de las organizaciones - con algún grado de autoridad y responsabilidad - no son los que piensan por todos, sino los que más piensan (que son cosas muy distintas) y tienen por eso mismo la capacidad de articular los conocimientos de todos, construyendo circuitos de consensos y acuerdos. Y pensamos cuando tenemos criterio, cuando manejamos el sentido común, cuando tenemos capacidad de análisis, cuando mediamos en situaciones de conflictos, cuando encontramos una salida o una solución más allá de lo ya sabido o establecido y, sobre todo, cuando sabemos dar razones de lo que comunicamos, ordenamos o controlamos. Pensamos cuando confiamos en los que piensan y no en quienes no lo hacen, porque los que piensan pueden sanamente oponerse a nuestro pensamiento, construir dialécticamente una síntesis mejor. Los que no piensan, tienen el sí fácil, pero empobrecen nuestra gestión porque anulan su propia libertad, autonomía, creatividad. Y en el marco de la calidad total se puede certificar el carácter de “bienpensante” (en el buen sentido del término) que todos deberíamos tener.
NORO JORGE EDUARDO