jueves, septiembre 11, 2008

118. ABELARDO ESCRIBE A ELOISA


“No me escribas mas, Eloisa, no me escribas mas; que ya es tiempo de poner fin a una correspondencia que hace infructuosas nuestras mortificaciones. No nos alucinemos: mientras nos lisonjee la idea de nuestros placeres pasados nuestra vida será tormentosa, y no gustaremos de las dulzuras de la soledad. Principiemos a hacer buen uso de nuestras austeridades, y no conservemos memorias criminosas entre los rigores de la penitencia. Suceda a nuestro descarrío la mortificación de cuerpo y espíritu, un ayuno exacto, una soledad continua y sin intermisión, meditaciones profundas y santas, y un amor perpetuo y entrañable hacia nuestro Dios justo y misericordioso. Procuremos llevar la perfección religiosa a un punto a que no pueda llegarse sin dificultad: que es bien haya en el cristianismo algunas almas tan desprendidas de la tierra, de las criaturas, y de sí mismas, que parezcan independientes del cuerpo en que habitan, y le traten como a su esclavo.
Además que nunca puede elevarse con exceso, por muchos esfuerzos que haga, quien no intenta ascender hasta el creador, a fin de aproximarse a la divinidad, a que nuestros ojos no pueden acercarse sin infinita distancia. Obremos por Dios separados de sus criaturas y de nosotros mismos: no hagamos cuenta de nuestros deseos, ni de opiniones ajenas.
Si, nos hallásemos en este estado, yo iria, Eloisa, con sumo gusto a habitar el PARACLETO (convento); en él mis cuidados eficaces en favor de una comunidad que casi he fundado, la atraerían mil singulares beneficios: la instruiría con mis palabras, y la animaría con mi ejemplo: dirigiría o mas bien celaría el método de vida de tus hermanas: os haría orar, meditar, trabajar y callar; y yo mismo oraría, meditaría, trabajaría y guardaría silencio: algunas veces hablaría, pero para levantaros de vuestras caídas, para confortar vuestra flaqueza, para disipar vuestras tinieblas, y alumbraros en la oscuridad que llegará muchas veces a confundiros: os consolaría en ciertas ceguedades muy conocidas de las personas virtuosas y distinguidas por su fervor y su celo: reprimiría también la vivacidad del vuestro y de vuestra piedad, y pondría en vuestra austeridad un prudente medio; os enseñaría los deberes a que estáis sometidas, y aclararía las dudas que ocurriesen a vuestra débil razón; sería vuestro maestro y vuestro padre; y con prudente circunspección me manifestaría activo o pausado; blando o severo, según el diferente genio de las hermanas que intentase conducir por el rígido camino de la perfección cristiana.
¿Pero adónde me arrastra mi imaginación? ¡Ah, que distantes estamos, amada Eloisa, de esta situación bienaventurada!. Tu corazón da todavía pábulo a la funesta hoguera que no puedes apagar, y yo no abrigo en el mio sino inquietud y zozobra: no creas, Eloisa, que disfruto una paz profunda: preciso es que por última vez te descubra la situación de mi pecho: aún no estoy desprendido de ti; lucho en vano con sensaciones tiernas y gratas en demasía; y, a pesar de mis esfuerzos, mi ternura me hace sensible a tus pesadumbres, y partícipes de ellas: tus cartas (confiésolo) han causado una impresión vivísima en mi pecho: no he podido leer con indiferencia letras formadas por mano tan querida. Suspiro, lloro, y apenas tengo reflexión para ocultar a mis discípulos mi flaqueza. Si, desgraciada Eloisa, este es el estado en que se encuentra el infeliz Abelardo. El mundo, que comúnmente se engaña en sus juicios, me cree sosegado; y como si no hubiera amado en ti sino la satisfacción de mis sentidos, piensan que te he olvidado. ¡Qué grosero error! Sin duda creo se imaginaron las gentes cuando nos separamos que el dolor y vergüenza de verme cruelmente maltratado me hacían abandonar el siglo; como si mi amor, ingenioso en buscar contentamiento, no fuera capaz de inventar mil placeres tan sensibles como el que me privó Fulberto. Tú sabes que fue el justo arrepentimiento de haber ofendido a nuestro Dios la causa de retirarme.

Miré aquel fatal acontecimiento como una disposición secreta del cielo que castigaba nuestros pecados, y a tu riguroso tío como ministro de las venganzas del Señor. La gracia sola me condujo a un asilo, donde hoy permanecería si mis contrarios me hubieran dejado; y he sufrido con paciencia sus persecuciones, conociendo era el mismo Dios quien las promovía para mi purificación. Cuando me ha visto sumiso a sus decretos, me ha permitido justificar mi doctrina; he hecho pública su pureza, y demostrado por último que no solamente es católica y ortodoxa mi fe, sino que aun está exenta de la mas minima novedad. ¡Cuán dichoso fuera yo si no tuviera que temer sino a mis enemigos, ni otro obstáculo a mi salud que sus calumnias! Pero tú, Eloisa, me haces temblar: tus cartas me manifiestan estar siempre sujeta a una fatal pasión; y si no triunfas de ella, bien puedes perder la esperanza de tu eterna salvación; ¿y yo qué partido quieres que tome? ¿quieres que, rebelde al Espiritu Santo, ahogue sus inspiraciones, y vaya por complacerte a enjugar lágrimas que el demonio te hace verter? ¿será fruto de mis meditaciones tan indigno desman? ¡Ah! seamos mas firmes en nuestras resoluciones: no permanezcamos en la soledad sino para llorar nuestros pecados y ganar en ella la bienaventuranza. Principiemos a entregarnos a Dios de todo corazón.

Bien sé que todos los principios son ásperos y difíciles; pero solo el emprender una acción heroica es glorioso, y esta gloria crece a medida de los grandes obstáculos que se superan: por eso debemos arrostrar con valor las dificultades que encontremos al abrazar la vida cristiana: en los monasterios es donde prácticamente se prueban los hombres como el oro en el crisol: nadie puede permanecer en ellos por mucho tiempo sino lleva dignamente el yugo de la penitencia.

Por perfectos que seamos, nunca faltan tentaciones, y aun hay algunas provechosas. No debe causar maravilla que el hombre no pueda eximirse de caer en ellas, pues que lleva en si mismo el germen que las produce, que es la concupiscencia. Apenas nos vemos libres de una tentación cuando otra la sucede: tal es la suerte de la descendencia del primer hombre, que siempre tendrá que sufrir, pues perdió su felicidad primitiva; y ni aun puede lisonjearse de que vencerá la tentación huyendo, porque si no unimos a la fuga la paciencia y la humildad, nos atormentaremos inútilmente; y con mas seguridad se consigue este fin implorando los auxilios de la misericordia divina, que con las armas que nos suministra nuestra flaca naturaleza.

Sé constante, Eloisa: pon tu confianza en Dios, y tendras pocas tentaciones que combatir ; y cuando quieran acometerte, ahógalas en sus principios, no las dejes tomar incremento ni posesionarse de tu corazón. Pon remedio al mal cuando comienza - dijo un antiguo – porque si lo dejas crecer no podrás atajarle. En efecto, toda tentación llega por grados: es un simple pensamiento en su origen, que no nos parece peligroso: la imaginación le recibe sin precaución ni resistencia; de él se forma un deleite que nos adula, nos saboreamos, y por último consentimos.

No dudo que pienses seriamente en tu salvación. Este es el único cuidado digno de ocupar tu corazón: arranca de él a Abelardo para siempre; y ve ahí el mejor consejo que puedo darte, porque la memoria de una persona a quin se ha querido criminalmente no puede dejar de ser dañosa por muy adelante que se vaya en el verdadero camino de la eterna salud. Cuando hayas destruido la funesta pasión que me tienes, te será muy fácil la práctica de las virtudes convenientes a tu estado. Tu alma dejará con alegría el miserable cuerpo en que está encerrada, y dará un vuelo rápido hacia la región de la bienaventuranza.

Entonces te presentaras confiadamente al Señor, y no verás la sentencia de tu reprobación sobre el libro de la vida: antes te dirá el salvador: Ven, Hija Mía, ven a tomar parte de mi gloria y a gozar de la eterna recompensa destinada a las virtudes que has practicado.

A Dios, Eloisa, estos son los últimos consejos de tu amado Abelardo: ¡y que no pueda yo por la última vez infundirte las máximas más santas del evangelio! Haga el cielo que tu corazón, tan sensible otras veces a mi corazón, se deje en ésta guiar por mi celo: que la imagen de Abelardo, amoroso siempre en tu espiritu, tome en lo sucesivo la forma de Abelardo penitente; y Dios quiera derrames tantas lagrimas por tu salvación como te han costado las desgracias de Abelardo”

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