miércoles, mayo 21, 2008

096. GOBERNAR Y SER GOBERNADO


"No hay bastante dinero para pagar a un Rey, que ha de mantener a un ejército. Por más que se lo proponga, un rey nunca obra injustamente.Todo le pertenece, incluso las personas. Cada uno tiene lo que la liberalidad del rey no le ha confiscado. Importa, pues, al rey, ya que en ello estriba su seguridad, que el pueblo posea lo menos posible, a fin de que no se engría con sus bienes y libertad. Pues tanto la riqueza como la libertad hacen aguantar con menos paciencia las leyes duras e injustas. Por el contrario, la indigencia y la miseria embotan los ánimos y quitan a los oprimidos el talante de la libertad.
-¿No tendría yo -le dije- que oponerme a estos razonamientos y decir al rey que tales consejos son injustos y perjudiciales? ¿Su honor y su seguridad no residen más en el bienestar del pueblo que en el suyo? Pues es evidente que los reyes son elegidos para provecho del pueblo y no del propio rey. Su denuedo e inteligencia han de poner el bienestar del pueblo al abrigo de toda injusticia. Incumbencia es del rey procurar el bien del pueblo por encima del suyo. Como el verdadero pastor, que busca apacentar sus ovejas y no su comodidad. La experiencia ha demostrado claramente lo equivocado de quienes piensan que la pobreza del pueblo es la salvaguardia de la paz. ¿Dónde encontrar más riñas que en la casa de los mendigos? ¿Quién desea más vivamente la revolución? ¿No es acaso aquel que vive en situación miserable? ¿Quién más audaz a echar por tierra el actual estado de cosas que aquel que tiene la esperanza de ganar algo, porque ya no tiene nada que perder?
Por eso, si un rey se sabe acreedor al desprecio y el odio de los suyos, y no puede dominarlos sino por multas, confiscaciones o vejaciones, sometiéndolos a perpetua pobreza, más le valdría renunciar a su reino que conservarlo con esos procedimientos. Aunque haya mantenido el trono, ha perdido su dignidad. La dignidad de un rey se ejerce no sobre pordioseros sino sobre súbditos ricos y felices. Así lo creía también aquel hombre recto y superior, llamado Fabricio, que decía: «Prefiero gobernar a ricos, que serlo yo mismo».
En efecto, vivir uno entre placeres y comodidades, mientras los demás sufren y se lamentan a su alrededor no es ser gerente de un reino, sino guardián de una cárcel. ¿No será siempre inepto un médico que no sabe curar una enfermedad sino a costa de otra? Lo mismo se ha de pensar de un rey que no sabe gobernar a sus súbditos sino privándolos de su libertad. Reconozcamos que un hombre así no vale para gobernar a gente libre. ¿No tendrá que hacer primero corregir su soberbia y su ignorancia? Con esos defectos no hace sino granjearse el odio y el desprecio del pueblo. Viva honestamente de lo suyo, equilibre sus gastos y sus entradas: así podrá corregir cualquier desorden. Corte de raíz los males, mejor que dejarlos crecer para después castigarlos. Que no restablezca las leyes en desuso ahogadas por la costumbre, sobre todo, las que abandonadas desde hace mucho tiempo, nunca fueron echadas en falta. Y nunca, por este tipo de faltas, pida nada que un juez justo no pediría de un particular por considerarlo cosa vil e injusta.
¿Qué sucedería en este momento -dije yo- si les propusiera como ejemplo la ley de los macarianos, un pueblo vecino a la isla de Utopía? Su rey, el día que sube al trono, se obliga a un juramento, al tiempo que ofrece grandes sacrificios, a no acumular nunca en su tesoro más de mil libras en oro o su equivalente en plata. Se dice que esta ley fue promulgada por uno de sus mejores reyes. juzgaba más importante la felicidad del reino que sus riquezas, pues suponía que su acumulación redundaría en perjuicio del pueblo. En efecto, este capital le parecía suficiente. Permitía al rey luchar contra los rebeldes del interior, y proporcionaba al reino los medios para repeler las incursiones de los enemigos de fuera. En todo caso, no debía ser de tal cuantía que incitase a la codicia de apoderarse de él. Esta fue una razón poderosísima para dictar semejante ley.
Una segunda razón fue la necesidad de mantener en circulación la cantidad de dinero indispensable para las transacciones ordinarias de los ciudadanos. Ante la obligación de dar salida a cuanto sobrepasara el límite fijado, el legislador estimó que el soberano no correría el peligro de violar la ley. Un rey así tendría que ser querido por los buenos y odiado por los malos. ¿No te parece que si yo expusiera estas o parecidas razones a hombres inclinados a pensar lo contrario, sería como hablar a sordos?" (TOMAS MORO: UTOPIA. LIBRO PRIMERO)

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