Quienes se han resignado a que los filósofos profundos deben ser enmarañados e indigestos y los legibles tienen que ser frívolos, harán bien en leer a Marquard: erudito pero ligero, profundo y divertido, profundamente divertido. Él mismo llama a lo que hace "literatura trascendental". Lo seguro es que dedicándonos a él no perdemos el tiempo ni tampoco -¡gracias, oh dioses!- el buen humor. Por supuesto, Marquard también ha vivido su parte correspondiente en los padecimientos del siglo XX: en la infancia estuvo recluido en un internado nazi, para después ser movilizado como soldado adolescente y más tarde conocer el cautiverio.
De Joachim Ritter, su maestro, bajo cuya dirección estudió filosofía, germanística y teología en Münster y Friburgo dice que aprendió "que percatarse es más importante que deducir; que nadie puede empezar desde el principio, que cada uno tiene que enlazar con lo anterior... que las contradicciones están presentes de una manera más impresionante mediante las personas que por las lecturas, lo cual requiere ser capaz de convivir con puntos de vista extraños y aprender de ellos; que la constelación filosófica más plural es la mejor; además (aprendí) la sensibilidad para lo institucional y sus deberes; y por último, que la experiencia vital es insustituible para la filosofía".
Odo Marquard hace una filosofía que podíamos denominar minimalista. Sus libros nunca son demasiado extensos y están compuestos por breves ensayos o conferencias, a su vez divididos en porciones aún más concisas. Siempre están precedidas o acompañadas de notas irónicamente deprecatorias de comprensión o benevolencia. Pero sus contenidos también tienden a lo rebajado, el semitono, la demolición irónica de lo altisonante. Este minimalismo no conlleva abandonar las cuestiones esenciales de la filosofía, sólo sugiere afrontarlas con la modestia que impone nuestra contingencia o, por decirlo aún más claramente, nuestra mortalidad: "Hay problemas humanos en relación a los cuales sería antihumano (sería un error en el arte de la vida) no tenerlos, y sería sobrehumano (sería un error en el arte de la vida) resolverlos". (SAVATER. EL PAIS. 10/11/07)
Marquard es un filósofo escéptico, porque: (1) en primer lugar, el reconocimiento de una condición que se impone a los humanos: los hombres de hecho no pueden conocerlo todo, y siempre actúan en la medida de sus posibilidades. (2) En segundo lugar, los hombres están impelidos a la elección a vivir de una determinada manera, pero sin hacerse ilusiones ni perderse en vanas esperanzas; o sea, no se trata de que los hombres nada sepan, sino más bien que «no saben nada que pueda elevarse a principio: el escepticismo no es la apoteosis de la perplejidad, sino tan sólo un saber que dice adiós a los principios.»
El hombre es radicalmente homo compensator, lo cual significa que, más que hacer lo que debe de hacer en absoluto, se limita a hacer lo que puede hacer en cada momento, según sus reales potencialidades: el individuo actúa desde la contingencia, liberado de los dictados de la Necesidad, la Ideología, el Progreso, el Deber, la Historia, de los grandes conceptos, en suma, que tal vez hablen con voz poderosa, aunque en verdad sólo impresionan y gobiernan a los muy necesitados de una guía en el vivir o a los ya previamente convencidos. Precisamente por esa fuerza vital de la compensación, los hombres modernos son los que están más necesitados de la acción, o mejor, la práctica, de conservar. De hecho, cuanto más moderno es el mundo moderno, cuanto más se encuentra su conciencia marcada por el impulso (casi diría, la pulsión) hacia la innovación, hostigada por la aceleración y la prisa, más requiere de la preservación, de la contención y de la lentitud. Los principios de la modernidad entran en colisión con el proyecto humano, entre otros supuestos, cuando pretenden exigirle al sujeto demasiado, por el hecho de querer llegar demasiado lejos, o cuando empujan sin conmiseración ni respeto, o se alzan sobre sus hombros, adoptando la forma de doctrinas espirituales y de programas ideológicos de superación (el «hombre nuevo») o de escapismo (las utopías). Los seres humanos somos seres contingentes por destino, y además no somos absolutos, sino finitos. Quiere decirse: nuestra vida tiene un plazo. Y es que, en efecto, si largo es el brazo (o la tenaza) del progreso e inmenso el horizonte que ofrece la perspectiva de lo moderno, una principal circunstancia humana contiene al hombre y le impone el más estricto «principio de realidad», ya visto y muy meditado por los pensadores antiguos: la brevedad de la vida. (RODRIGUEZ GENOVES. EL CATOBLEPAS. Nº 23. 2004)
El hombre es radicalmente homo compensator, lo cual significa que, más que hacer lo que debe de hacer en absoluto, se limita a hacer lo que puede hacer en cada momento, según sus reales potencialidades: el individuo actúa desde la contingencia, liberado de los dictados de la Necesidad, la Ideología, el Progreso, el Deber, la Historia, de los grandes conceptos, en suma, que tal vez hablen con voz poderosa, aunque en verdad sólo impresionan y gobiernan a los muy necesitados de una guía en el vivir o a los ya previamente convencidos. Precisamente por esa fuerza vital de la compensación, los hombres modernos son los que están más necesitados de la acción, o mejor, la práctica, de conservar. De hecho, cuanto más moderno es el mundo moderno, cuanto más se encuentra su conciencia marcada por el impulso (casi diría, la pulsión) hacia la innovación, hostigada por la aceleración y la prisa, más requiere de la preservación, de la contención y de la lentitud. Los principios de la modernidad entran en colisión con el proyecto humano, entre otros supuestos, cuando pretenden exigirle al sujeto demasiado, por el hecho de querer llegar demasiado lejos, o cuando empujan sin conmiseración ni respeto, o se alzan sobre sus hombros, adoptando la forma de doctrinas espirituales y de programas ideológicos de superación (el «hombre nuevo») o de escapismo (las utopías). Los seres humanos somos seres contingentes por destino, y además no somos absolutos, sino finitos. Quiere decirse: nuestra vida tiene un plazo. Y es que, en efecto, si largo es el brazo (o la tenaza) del progreso e inmenso el horizonte que ofrece la perspectiva de lo moderno, una principal circunstancia humana contiene al hombre y le impone el más estricto «principio de realidad», ya visto y muy meditado por los pensadores antiguos: la brevedad de la vida. (RODRIGUEZ GENOVES. EL CATOBLEPAS. Nº 23. 2004)
Obras de Odo Marquard publicadas en castellano: Las dificultades con la filosofía de la historia. Traducción de Enrique Ocaña. Pre-Textos. 2007. 268 páginas. Felicidad en la infelicidad. Traducción de Norberto Espinosa. Katz editores. Buenos Aires, 2006. 180 páginas. Filosofía de la compensación. Traducción de Marta Tafalla. Paidós. Barcelona, 2001. 146 páginas. Adiós a los principios. Traducción de Enrique Ocaña. Institució Alfons el Magnánim. Valencia, 2000. 200 páginas. Apología de lo contingente. Traducción de Jorge Navarro Pérez. Institució Alfons el Magnánim. Valencia, 1999. 151 páginas.
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